Últimamente casi siempre comienza así: se liberan las primeras imágenes de una esperada película y las reacciones en redes sociales no demoran en aparecer. Generalmente para mal. En el caso de Wicked (2024), la nueva mega producción de Universal Pictures, la crítica se centró en lo desaturado de su paleta de colores, algo imposible de ignorar considerando que comparte el mismo universo que El mago de Oz (1939, Victor Fleming), conocida por su gran uso del Technicolor, técnica que destaca por su nivel saturado de color.
Las críticas no pasaron de largo en la producción. Hace unos días, su director Jon M. Chu, conocido por su trabajo en otros musicales como In the Heights (2021) y taquilleras comedias como Crazy Rich Asians (2018), se refirió a estos comentarios en una entrevista para The Globe and Mail:
“Quiero decir, hay color por todas partes. Creo que lo que queríamos hacer era sumergir a la gente en Oz, convertirlo en un lugar real. Porque si fuera un lugar falso, si fuera un sueño en la mente de alguien, entonces las relaciones reales y los riesgos por los que pasan estas dos chicas no parecerían reales”.
Lo que Chu logra con este párrafo es resumir una escuela de pensamiento que ha estado rondando por Hollywood durante al menos 15 años, una que busca darle un sentido de realidad a la fantasía y que se ha visto presente sobre todo en grandes producciones como las adaptaciones de cómics de superhéroes y en los live-action de películas animadas de Disney. Hablamos de que si en un momento la fantasía contaba una estética entusiasta y exagerada, hoy priman en ella los tonos fríos y los vestuarios que fuera del contexto de la película podrían perfectamente usarse en el cotidiano, como si en realidad hubieran sido diseñados para estar en la vitrina del retail una vez la película se estrene.
Tampoco es como que Chu o Universal Pictures estén buscando una similitud con la película de 1939 (eso solo sirve para uno o dos chistes) pues tienen otra fuente de la cual beber. Y es que Wicked en realidad está basada en el exitoso musical de Broadway del mismo nombre y que, a su vez, está basado en la novela Wicked: Memorias de una bruja mala escrita por Gregory Maguire y que es una reinterpretación del clásico de L. Frank Baum.
Esta versión ocurre mucho antes de Dorothy caminando por el camino de ladrillos amarillos junto a sus amigos. Se centra en la relación entre Elphaba, la Malvada Bruja del Oeste y Glinda, la Bruja Buena del Norte, quienes van a la misma escuela de magia, Shiz. Si bien al principio existe una enemistad entre ellas debido a sus diferencias (Glinda es millonaria y popular mientras que Elphaba genera rechazo en la gente debido al color verde de su piel) se dan cuenta que pueden llegar a ser grandes amigas y cantar poderosos duetos juntas.
No podemos ignorar que Wicked llega en un momento en que los musicales vienen de capa caída, a tal punto que cada vez que tenemos uno nuevo ni siquiera se dan el trabajo de explicitar el género al que pertenecen –sorpresa generaron algunas funciones de Mean Girls (2024) o Wonka (2023) donde la audiencia ni siquiera estaba al tanto de que que eran musicales–. A pesar de que esta decadencia venía arrastrándose hace algunas décadas, es posible que el principal responsable de su declive sea Cats (2019), otra adaptación de un musical de Broadway que fracasó tanto en su propuesta “realista” que presentó un tipo de uncanny valley nunca antes conocido por el ser humano –y que esperamos no se repita–. Y aunque las pretensiones de realismo de Wicked no perturban al mismo nivel, sí prueban una vez más que el intento de hacer parecer una historia verídica a través de su estética solo logra alejarlo de esta meta.
Es cosa de ver más allá de la paleta de colores, de fijarnos en factores tan elementales como la iluminación. En su búsqueda por el realismo, Chu y su equipo quisieron hacer como si la luz entrara de forma natural en los set de grabación, una jugada que en las manos equivocadas corre el riesgo de generar imágenes planas y poco interesantes, algo que uno podría imaginar es lo lo último que se quiere en un musical de fantasía sobre dos brujas. Y si lo que se busca es darle esa sensación de auténtico a un mundo mágico ¿por qué ubicarlo en un espacio que claramente es un set? No importa cuánta alma intenten ponerle las actrices (mucha) la mala iluminación se encarga de drenarla por completo. No importa cuán emocionante es el clímax, qué tan buena sea la canción (temazo), si la actriz que está dando todo por interpretarla está flotando en una pantalla tan verde como la piel de su personaje.
Tal vez en los ojos del presente los musicales sean un género obsoleto. Pero los que han visto más allá de los últimos diez años de producciones cinematográficas sabrán que a El mago de Oz se le suman obras inmortales de la talla de Cantando bajo la lluvia (1952), West Side Story (1961), Los paraguas de Cherburgo (1964), Las señoritas de Rochefort (1967), Cabaret (1972), All That Jazz (1979), solo por nombrar algunas. Películas con propuesta autoral que no desestiman la capacidad de abstracción de su audiencia. Un logro que todavía puede ser replicado si recordamos el éxito comercial y crítico de La La Land (2016) y la hazaña (y milagro) que es el remake de Steven Spielberg de West Side Story (2021).