Todo sucede de la forma más extraña posible. Un día en la madrugada (a las 2:17 según lo que se sabe por las cámaras de seguridad) diecisiete niños salieron de sus piezas, abrieron la puerta de sus casas y corrieron con los brazos abiertos hacia una dirección indeterminada, desapareciendo sin dejar rastro. Al día siguiente se constató que todos los niños pertenecían a la misma clase, la de la profesora Justine Gandy, quien alertó que ese día nadie llegó a la sala a excepción de un solo estudiante.
¿Hacia dónde fueron? ¿Por qué lo hicieron? ¿Cómo va a ser que nadie pueda encontrarlos? Tal vez a algunos les decepcione descubrir que esta historia no es sobre los niños desaparecidos, sino de las personas que dejaron atrás.
Es la historia de Justine (Julia Garner), la joven profesora víctima de la ira de los dolientes apoderados; es la historia de uno de estos apoderados, Archer (Josh Brolin) el único que parece tener interés real por encontrarlos; de Paul (Alden Ehrenreich), un policía alcohólico que está más preocupado por limpiar su reputación que por salvar su matrimonio; de James (Austin Abrams), un joven drogadicto que acampa en el bosque; de Andrew (Benedict Wong), el director de la escuela cuyas buenas intenciones se entrampan con el deber ser; y, sobre todo, es la historia de Alex (Cary Christopher), el único niño que llegó a clases. Es la historia de una comunidad afectada por un hecho inexplicable y de cómo sus vidas solo van en declive desde entonces.
También es un relato que viene de un lugar inusual. Su director y guionista, Zach Cregger, tuvo sus comienzos en el grupo de comedia The Whitest Kids U’ Know. De hecho, sus dos primeras películas fueron dirigidas junto a su compañero de grupo, Trevor Moore. Pese a esto (o tal vez, por esto mismo) el debut en solitario de Cregger fue con Barbarian (2022), una película que, independiente de los apellidos que le podamos otorgar, es de terror. En ella, su protagonista alquila un Airbnb que ya tiene un ocupante, un joven de apariencia amigable. Pero la protagonista, al igual que nosotros, duda de él y de la casa, sobre todo de su sótano. Barbarian es una película que subvierte las expectativas haciendo un poco de trampa: hay un giro en cada esquina de su guion.
Weapons (o La hora de la desaparición, como fue titulada en Latinoamérica) es un poco lo mismo, solo que las trampas son más sofisticadas, de la misma forma en que un alumno hace un torpedo pero está tan bueno que el profesor no sabe si castigarlo o felicitarlo. En el caso de Cregger vale por la segunda. No lo puede evitar. Por el bien de la trama, necesita que esta vaya soltando información de a poco, lo que vuelve imposible para el espectador adelantarse a lo que está por pasar.
Para lograr esta coherencia narrativa, Cregger aplica su experiencia en comedia desarrollando un guión cuya estructura es similar a una (el famoso set up-tension-pay off). Este paralelismo no lo inventó Cregger, por supuesto; ya hace mucho tiempo se sabe que ambos géneros están íntimamente relacionados. Jordan Peele, otro director que sabe jugar bien entre comedia y terror, incluso señaló que la única diferencia entre ellos es la música.
Pero no se dejen engañar, que exista humor en Weapons no quiere decir que esta sea una comedia o que esté dentro de ese subgénero de culto que es el terror-comedia. El terror necesita instancias de humor también (que lance la primera piedra el que en un momento de tensión no ha hecho una broma). Los aspectos humorísticos de Weapons más que “chistes” son momentos inquietantes, incómodos y a veces, como la forma que adoptan los niños al correr por las calles, absurdos.
Zach Cregger entiende que el verdadero terror al que se ve enfrentada la condición humana es lo absurda que es. Y lo frágil. El villano de Weapons no importa mucho, ni cómo hace lo que hace ni por qué. ¿Cómo es que aparece en los sueños de gente que no está bajo su control? Porque sí están bajo su control, solo que de otra manera. Es un parásito que se mete dentro de la comunidad y va enfermando cada rama que la compone. Cuando caemos enfermos por culpa de un virus o un parásito, rara vez culpamos a esta criatura indivisible sino que descargamos toda nuestra frustración con las condiciones que permitieron que entrara en nosotros en primer lugar.
La decadencia de este pueblo no empieza con la desaparición de los 17 niños. Después de 128 minutos de largometraje cabe preguntarse cómo en un suburbio de clase media alta, con casas grandes y autos último modelo, hay tanta desconfianza entre los vecinos como para tener cámaras de vigilancia, o por qué hay una parte de la ciudad que solo vemos cuando seguimos el punto de vista del joven drogadicto, o por qué hay un niño de no más de ocho años que se va solo a su casa después del colegio. ¿Alguien se da cuenta siquiera?¿Qué tan desconectados están (estamos) los unos de los otros?
Al final la verdad más simple es la más devastadora: las comunidades que nos rodean son mucho más cerradas y vacías que antes.



