Halloween es una época que en Revista Matadero nos gusta mucho, en especial por nuestra conocida preferencia por las películas de terror. Para nuestro primer año hicimos una lista de 21 películas para ver en Halloween y ahora queremos expandir la idea preguntándole a nuestros matarifes cuáles son sus subgéneros favoritos del cine de terror.
Psycho-movies, terror infantil, terror cósmico y body horror fueron los subgéneros escogidos por Diego Chávez, Valentina Tagle, Judith Herrera y Alex Miranda H. para recomendar en esta época de Halloween. A continuación puedes leer estos cuatro mini ensayos con las razones que nuestros matarifes tienen para esta selección ¡Esperamos que lo disfruten!
De no ser por esos chicos entrometidos:
En defensa del terror infantil
Por: Valentina Tagle
Entre finales de los ‘80 y principios de los ‘90 en Estados Unidos (y por consiguiente, algunos años después en Latinoamérica) el cine y la televisión se volvieron un espacio fértil para explotar el subgénero del terror infantil producto de una creciente popularidad en series de libros como Scary Stories to Tell in the Dark y Goosebumps (Escalofríos en Chile), literatura enfocada en el público preadolescente con ilustraciones perturbadoras, pero no por eso menos atractivas. En el caso de Goosebumps, por ejemplo, su éxito llegó a tal punto que fue adaptada en dos ocasiones para la televisión.
En la pantalla grande, el subgénero fue inaugurado por Gremlins (1984) de Joe Dante, una película tan inclasificable para la época que tuvieron que inventarle una clasificación (PG-13). Junto a ella surgieron otros grandes referentes, Beetlejuice (1988) dirigida por Tim Burton, Las Brujas (1990) de Nicolas Roeg (y adaptada de un libro de Roald Dahl), y Hocus Pocus (1993) de Kenny Ortega.
A principios de los 2000, el terror infantil como subgénero comenzó experimentar un declive en su popularidad. Estrenos como la adaptación de la saga Harry Potter y la creciente monopolización de la animación que tendría Pixar (ahora un estudio de Disney) se tomaron el interés de niños, jóvenes y hasta adultos. No es extraño que a partir de esto las series y películas familiares comenzaran a sanitizar, volviéndose cada vez más uniformes y menos desafiantes.
Si realizamos una búsqueda que vincule películas de terror e infancia podemos encontrar páginas y páginas de foros discutiendo si es correcto o no exponer a los niños al género, ignorando, por supuesto, que son expuestos al terror de forma diaria. Maurice Sendak, el autor de Where the Wild Things Are (Donde viven los monstruos, en Latinoamérica) lo plantea mejor: “Los niños viven en un contexto familiar con emociones perturbadoras, el miedo y la ansiedad son parte intrínseca de su vida cotidiana y continuamente afrontan las frustraciones lo mejor que pueden. Es a través de la fantasía que los niños logran la catarsis”.
Mientras que en el terror para adultos los personajes pueden ser completamente impotentes frente a la amenaza que se les presenta, uno de los grandes valores del terror infantil es que los protagonistas —siempre niños y/o adolescentes— tienen agencia en su destino y, sobre todo, en cómo lo enfrentan. Son películas de supervivencia. Se trata de reconocer que hay un mal, un mundo oscuro y amplio más allá de la seguridad de la infancia y que con las herramientas necesarias se puede seguir adelante a pesar de esto. Se trata de (olvidemos por un momento lo estropeada que está esta palabra) empoderamiento.
La tragedia de la desaparición del terror infantil es que se desaprovecha un subgénero con infinitas posibilidades. Sigmund Freud afirmaba en “Más allá del principio de placer” que los niños crean juegos basados en las mismas cosas que los angustian como una forma de ganar «dominio» sobre ellas. Estas películas crean un espacio seguro no solo para expandir la imaginación sino que también para afrontar sus miedos en un ambiente controlado.
El todo o nada de las psycho-movies
Por: Diego Chávez
Para muchos cinéfilos, la década del 80 fue la época dorada del slasher, teniendo su inicio con el estreno de Halloween (1978, John Carpenter), pero los cimientos de este subgénero de terror se pueden reconocer de mucho antes. Más allá de la aparición de La Masacre de Texas (1974, Tobe Hopper), me refiero a las psycho-movies de principios de los años 60´s y 70´s que mostraban asesinos psicópatas, con grandes traumas de infancia que les provocaban una desquiciada sed venganza ante gente inocente.
Con un mes de anticipación al estreno de Psicosis (1960, Alfred Hitchcock) apareció El fotógrafo del pánico (1960, Michael Powell) quien de manera subterránea y combatiendo codo a codo junto a la tendencia de las nuevas olas cinematográficas desclasificaba las traumáticas y malévolas intenciones de Mark Lewis (Karlheinz Böhm), un trabajador de un estudio de cine esconde una terrible devoción asesina por las imágenes captadas en sus films Kodak Plus-X.
Y es que el voyeurismo que se manifiesta en los slasher tiene sus principios en películas como esta, la tensión de suspenso apoderándose del espectador por sobre la manifestación fantasmal del clásico terror.
Por su parte Hitchcok abre su propio pergamino, pero para no redundar con el clásico Psicosis creo que es necesario pensar en Frenesí (1972). La importancia de las psycho-movies, no es solo la del psicópata que trata de enterrar frustraciones propias dañando al resto (propio del slasher) sino que también la perversión del asesinato y la huella de un arma homicida: para algunos es necesario un chuchillo, un trípode de cámara, pero para un noble servidor de la venganza como es Robert Rusk (Barry Foster) podría ser incluso una corbata.
El aporte de Hitchcock y Powell no se basa en los demonios psiquiátricos de sus protagonistas (protagonismo que siempre es de los perpetradores, nunca de las víctimas), sino que es la poderosa decisión de instalar miedo y pánico al público a través de solo una escena explícita de violencia pura, lo que cerraría las puertas a un terror de fenómenos monstruosos y fantasmagóricos, para instalar la duda en el espectador de que cualquiera de ellos podría ser el protagonista.
Terror cósmico: explorando lo insondable
Por: Judith Herrera
El terror cósmico, conocido por su enfoque en lo incomprensible y la insignificancia de la humanidad frente al vasto y desconocido universo, ha tenido un impacto distintivo en la ficción, a pesar de ser un subgénero menos explorado en comparación con otros tipos de terror. Este estilo, originado principalmente en la literatura por autores como H.P. Lovecraft, se centra en la fragilidad de la mente humana cuando se enfrenta a horrores inabarcables, criaturas y fuerzas que trascienden la comprensión racional.
El cine, a lo largo de los años, ha adoptado y adaptado este concepto, utilizando sus recursos visuales y sonoros para amplificar las sensaciones de miedo y desconcierto. A diferencia del terror tradicional, que se basa en monstruos identificables, fantasmas o psicópatas, el terror cósmico desafía las reglas de lo que es visible o comprensible. Este enfoque hace que las películas de este subgénero se concentren más en crear atmósferas opresivas y perturbadoras, donde lo desconocido es la mayor fuente de miedo.
No por eso negaré que mi primer acercamiento en el cine al concepto fue con el final de Men in Black y aquella fantástica escena de mundo achicándose para dar paso al vasto Sistema Solar, Vía Láctea y el universo, para luego terminar con unos alienígenas jugando a las canicas.
Pero son películas como The Thing (1982), de John Carpenter, las que ejemplifican cómo el terror cósmico puede manifestarse en el cine. Ahí, el miedo proviene de una entidad de origen desconocido que desafía toda forma de comprensión biológica. La paranoia y la sensación de estar ante algo que no puede ser controlado ni detenido son temas clave.
Otra obra destacada es Event Horizon (1997), donde una nave espacial es el portal hacia una dimensión de horror donde las leyes del tiempo y el espacio colapsan. En ambas, el uso de lo extraño y lo inexplorado es una forma de desestabilizar la realidad y sumergir a los personajes y espectadores en una vorágine de miedo existencial.
Uno de los desafíos del terror cósmico cinematográfico radica en representar lo incognoscible. Si en la literatura la imaginación del lector juega un papel clave como al leer los relatos sobre el Cthulhu, el cine debe enfrentarse a la limitación de lo visual. Para mitigar esto, los directores suelen valerse de la ambigüedad y de efectos prácticos o digitales que sugieren más de lo que muestran, permitiendo que el horror resida en lo que no se ve, lo que no se puede entender completamente cómo es el caso de The Mist (2007) de Frank Darabont basada en una obra de Stephen King, donde los espectadores nunca estamos claros con respecto al porqué ocurre lo tenebroso; Cloverfield (2008), que juega bastante bien con no mostrar al monstruo gigante que aterroriza Nueva York; o Underwater (2020), que brillantemente muestra el terror de las profundidades marítimas (con un plot twist hoy conocido, pero muy relevante para el terror cósmico).
En lugar de ofrecer respuestas, las películas de terror cósmico dejan a los espectadores con más preguntas y una sensación de insignificancia ante el inmenso universo. Es un género donde el miedo no proviene tanto de lo que se puede ver o explicar, sino de lo desconocido y lo incomprensible.
Larga vida a la nueva carne, larga vida al body horror
Por: Alex Miranda Henríquez
Aún recuerdo claramente cuando en uno de los recreos del colegio, un compañero comenzó a hablar de una película donde a su protagonista le metían una cinta de VHS en el estómago y cómo, eventualmente, el mismo personaje terminaba consiguiendo un arma parecida a una pistola fusionada a su mano. Por supuesto que mi compañero se refería al clásico de David Cronneberg: Videodromo (1986), una película que tan solo con su sinopsis podía dejar boquiabiertos a los impresionables colegiales en un recreo. En esos tiempos si algo te interesaba lo googleabas, y así es como se abrió ante mí la puerta del body horror o terror corporal, un subgénero del terror que se aleja de los saltos y jumpscares para centrarse en las mutaciones del cuerpo con el objetivo de provocar horror, angustia y repulsión.
Si bien las primeras cintas consideradas de este género se remiten a finales de los años ‘50 con La Mosca o The Blob, no sería hasta finales de los ‘70 y los ‘80 donde directores menos mainstream y más dispuestos a llevar sus obras al extremo lograron llamar la atención del público con estas narraciones mutantes que pronto se ganarían un espacio en el espectro del terror.
Una parte fundacional de este cine es la primera mitad de la filmografía de Cronenberg, donde se terminó de cimentar al subgénero como historias alegóricas de problemas menos explícitos: enfermedades de transmisión sexual (Shivers, 1975), el abuso de la tecnología por la humanidad (eXistenZ, 1999) o incluso los fetiches sexuales como modo de conexión humana (Crash, 1996).
Pero donde Cronenberg terminó de ganarse el beneplácito del público fue con su remake de La Mosca (1986), película de culto que reinventa la cinta original y la convierte en la punta de lanza del body horror como lo conocemos hoy presentando una historia de amor que se ve pervertida por los grotescos cambios corporales del personaje encarnado por Jeff Goldblum.
The Blob también recibió el tratamiento remake en 1988 resultando en una gran versión dirigida por Chuck Russell. Aunque quizás el caso más ejemplificador de estos remakes de cintas clásicas debe ser The Thing (1982), de John Carpenter, quien tomó la historia de un alienígena sediento de sangre que contaba la cinta de 1951 The Thing from Another World y la convirtió en un cuento de desconfianza que bien podría ser un paralelo con el terror político que sufría Estados Unidos en aquellos tiempos de Guerra Fría.
Con el reciente estreno y éxito (tanto comercial como de crítica) de La Sustancia, la nueva película de Coralie Fergeat, ha resurgido el interés por el body horror, ya que además de ser una fábula sobre la lucha de las mujeres con las expectativas y los estereotipos de género, la cinta también hace guiños a otras obras como Re-Animator (Stuart Gordon, 1985) o la menos conocida Society (Brian Yuzna, 1989), todos ejemplos de fábulas llevadas a extremos pesadillescos.
Pero Fergeat no es la única que ha retomado el género, sino que la también francesa, Julia Ducournau, ya lo había revisitado con sus cintas Raw (2019) y Titane (2021), que utilizan las alegorías desde una visión femenina. Para terminar, es necesario agregar el nombre de Brandon Cronenberg a la lista: hijo del ya mencionado David Cronenberg. Este nepobaby del body horror ha sabido usar el subgénero para hablar de temas como las relaciones parasociales con famosos en Antiviral o las crisis de identidad e incluso de género en Possessor. Esperemos que esta nueva camada de amantes del body horror pueda darle a este subgénero la popularidad que siempre ha merecido.