Era guerrero y místico, feroz y santo, retorcido e inocente, caballeroso, despiadado, menos que un dios, más que un hombre. No se puede medir a Muad’Dib con los estándares ordinarios. En el momento de su triunfo, adivinó la muerte que le había sido preparada, y no obstante aceptó la traición. ¿Puede uno decir que lo hizo por un sentido de justicia? ¿Cuál justicia, entonces? Porque hay que recordar que ahora estamos hablando del Muad’Dib que ordenó que sus tambores de batalla fueran hechos con las pieles de sus enemigos, el Muad’Dib que negó todas las convenciones de su pasado ducal con un simple gesto de la mano, diciendo sencillamente: «Yo soy el Kwisatz Haderach. Esta es una razón suficiente».
De El despertar de Arrakis, por la Princesa Irulan (Dune, p. 605).
Si le dijera a mi yo del pasado que un día escribiría un ensayo en defensa de Paul Atreides, se reiría en mi cara. Pero aquí estoy no solo a punto de argumentar a favor de Muad’Dib, sino que cometer ese pretencioso gatekeeping característico de los ñoños —y para que negarlo, estoy en ese grupo—.
Si bien he disfrutado del buen recibimiento de la nueva película de Dune (2024) dirigida por Denis Villaneuve y el despertar e interés hacia el material, me parece que el actual discourse cultural que empuja a lo moral como centro significativo del arte ha perjudicado la comprensión temática de obras de mayor complejidad en este aspecto como ocurre acá.
(Atención: este ensayo contiene spoilers para Star Wars y Dune, tanto la nueva película como también los cuatro primeros libros).
Para disfrutar de los libros escritos por Frank Herbert, tal y como si de consumir especia se tratara, se debe abrir la mente y dejarse desafiar por la narrativa. Sin embargo, esta exigencia al arte de presentar con claridad al bien y al mal, a héroes y villanos, se convierte en una limitante ante los planteamientos que ofrece el universo de los libros de Dune.
Y es que hoy, esto de buscar valores morales en las obras o, mejor dicho, pedirles que eliminen las ambigüedades y dejen al descubierto su significado masticado para la audiencia, se ha vuelto un fenómeno que se esparce tanto en la crítica profesional como amateur. Ya no vale que una película, libro, serie de televisión o incluso un videojuego cuente una historia, cada vez se hace más necesario que también contenga un mensaje moral y, peor, una concepción binaria que establezca qué es lo que está mal o bien.
Elevar la voz y mencionar que son de gusto propio ciertas obras o personajes puede atraer a un juicio social sin la obvia comprensión de las diferencias entre ficción y realidad. Fácil es encontrar discusiones en Twitter, por ejemplo, respecto a si es correcto que tal villano sea un favorito o que un libro tildado como problemático pueda estar entre los predilectos para alguien. No vaya a ser que te guste Hannibal Lecter o Jigsaw y con eso estés haciendo apología al canibalismo y al asesinato serial. O porque creas que en Game of Thrones, Cersei y Jaime sí tienen un amor real, no te hayas enterado que el incesto es ilegal.
La comprensión de la línea que separa a la ficción de la realidad parecía una batalla ganada, esa misma que hace décadas se libraba entre quienes decían que los videojuegos violentos causan tiroteos o que la música metal lleva al satanismo. Sin embargo, todo apunta a que es una batalla que nunca se fue y que el internet y el surgimiento de la cultura de la censura solo le ha dado más fuerza. Al arte hoy se le exige presentar una postura moral: nada de grises, nada de interpretaciones ambiguas, lo que es correcto e incorrecto debe remarcarse en cada escena y diálogo para que la audiencia pueda respirar en paz.
Ya es normal leer noticias sobre censura de libros o películas, de cómo los contenidos problemáticos —o que cuestionan ciertos dogmas como ocurre con temas LGBTQ+ que grupos conservadores han apuntado a silenciar— deben prohibirse, borrarse, fingir que nunca existieron. La ambigüedad moral y ética que alimenta al pensamiento crítico y que abre caminos para el entendimiento artístico cada vez tiene menos cabida en este zeitgeist cultural.
Aquella discusión que se veía superada, de que por supuesto que el videojuego Doom no podría haber provocado la masacre de Columbine, no es tan así.
Dune y Star Wars: un contraste temático
Con el exitoso estreno de Dune Parte Dos, el discourse relacionado al falso profeta y su alzamiento como el mesías para levantar una guerra santa y quedarse con el imperio no se demoró en llegar.
Y como se ha vuelto habitual dentro del análisis artístico, el valor moral, lo correcto y lo incorrecto predominan en las discusiones y Dune no es la excepción. Paul ya se ha cimentado en la mente de la audiencia como un villano, no basta más que encontrarse con los memes que lo catapultan como tal.
Varias frases de Frank Herbert se han viralizado para argumentar a favor de la malevolencia del heredero de los Atreides, advertencias hacia los «héroes carismáticos», como la que dice en un número de Omni Magazine acerca de la génesis del libro: “Tenía esta teoría de que los superhéroes son desastrosos para los humanos, de que aunque crearas a un héroe infalible, las cosas que este héroe pondría en marcha podrían caer en manos de mortales errantes. ¿Qué mejor forma de destruir una civilización, sociedad o raza, que poner en manos de un superhéroe las salvajes convulsiones que siguen a su juicio crítico y a su poder de decisión?”.
¿Pero es Paul un villano?
Dune no es Star Wars y si bien la saga creada por George Lucas utiliza muchos de los recursos de la obra de ciencia ficción de Herbert, las tramas no son las mismas. Star Wars es una historia donde la lucha entre el bien y el mal tiene un rol preponderante. Lo entretenido yace, precisamente, en lo honesta que es al presentar esas temáticas, en ser infantil sin avergonzarse de ello, sin considerar ese término como algo despectivo.
Aunque Dune y Star Wars tienen una decena de puntos en común, son opuestas en su alma: Star Wars es una historia de buenos frente a malos, de redención mediante el amor y el altruismo, con una moral clara. Dune, en tanto, está llena de contrastes, es una deconstrucción del concepto del héroe, del peligro del determinismo y, sobre todo, de que el amor y el altruismo no pueden vencer todos los obstáculos.
Lo peor que podemos hacer con Dune es pedirle ser Star Wars, por más semejanzas que tengan, lo peor que podemos hacer es encasillarla en la dicotomía de la lucha entre bien y mal. Una de las grandes diferencias puede observarse en quien podría concebirse como el reflejo de Paul Atreides: Anakin Skywalker.
Aun si se siente simpatía hacia el personaje —gracias sus años como esclavo, su incertidumbre, o la manipulación que experimentó a manos de Darth Sidious— canónicamente es un villano, un héroe caído y consumido por su ego y malas decisiones. Las precuelas narran su viaje al Lado Oscuro y su conversión en Darth Vader.
En el comentario de audio de The Revenge of the Sith (2005), tras la matanza de los padawan, George Lucas apunta que la lágrima que se puede ver en el rostro de Anakin muestra que “sabe lo que ha hecho, pero se ha comprometido con un camino con el que puede que no esté de acuerdo… pero va a seguir adelante de todos modos. Es el único momento que indica que es consciente de que está racionalizando todo su comportamiento. Está haciendo cosas terribles, pero al final realmente conoce la verdad. Sabe que ahora es malvado, y no hay nada que pueda hacer al respecto”.
En el caso de Dune, lo interesante de su narrativa se encuentra en la ambigüedad del texto y en la tragedia de sus personajes. La advertencia de Herbert no aplicaba solo a la existencia de los héroes como un peligro para la humanidad, sino que también de sus seguidores y a aquel poder insostenible que representan y que, como bien muestran los libros, es imparable e incontrolable incluso para quien inició su movimiento.
Dune no es una historia de blanco y negro. Pareciera ser así en la superficie, en especial en la primera novela con los Atreides y los Harkonnen, pero es la deconstrucción que se hace de aquello lo que fascina, el debate moral respecto a las acciones de sus personajes: ¿es realmente el determinismo una amenaza a la libre voluntad? ¿La posibilidad de saber cada futuro, opción y desgracia, es acaso una jaula? ¿Se puede validar la muerte de billones, el azote de la humanidad, si con eso se le salva de la extinción?
Bajo lo rico de la narrativa, catalogar a Paul Atreides como un villano manipulador y malévolo es un perjuicio, una visión simplista que rebaja la historia, tanto de los libros como de la película. En Dune no se puede buscar una moralidad binaria, sería pedirle a la obra que entregue explicaciones que no tiene por qué dar cuando está más interesada en ofrecer preguntas sin una respuesta definitiva.
Paul, la dicotomía interna
Mesías de Dune, el segundo libro de la franquicia, fue escrito para dejar en claro al lector que lo que desencadena Paul al asumir el poder es una tragedia, que su rol como héroe solo podrá traer horror. Herbert encontró necesario escribir esta secuela pues vio que para muchos el final del primer libro parecía un “felices por siempre”.
Sin embargo, Mesías no convierte en un villano a Paul Atreides, no es un equivalente al Episodio III de Star Wars y la caída de Anakin Skywalker. Mesías humaniza a Muad’Dib, muestra su encierro dentro de su propia profecía, posterior a aquella guerra que intentó evitar.
La película, si bien ocupa recursos notorios para mostrar lo terrible del camino que toma Paul después de beber el Agua de la Vida, también deja claro durante el primer y segundo acto que Paul solo llega a ese punto al sentirse acorralado y ver en su asunción como el falso profeta el único sendero para salvar a los fremen.
El libro, por motivos obvios, explica mejor la lucha interna que experimenta, pero el film hace un buen trabajo: Paul comprende el poder que tiene en sus manos por la propaganda de las Bene Gesserit. Entiende que puede manipular la falsa profecía del Lisan Al Gaib, convencer a quienes no creen y, mediante la fuerza guerrera del pueblo, conseguir su venganza contra los Harkonnen y el emperador.
Así lo deja claro en un diálogo con su madre Jessica al llegar a la Sietch Tabr. Pero en esa misma escena, tras consumir la especia que expande su presciencia, tiene una visión de lo que se avecina bajo ese camino: un futuro lleno de dolor y muerte en su nombre.
Después, con Jessica recuperándose luego de consumir el Agua de la Vida, Paul toma la primera decisión para distanciarse de ese sendero: luchar en compañía de los fremen, pero no como su mesías, sino que uno más entre ellos. “He encontrado mi camino, padre”, susurra para sí entre las dunas. Se aleja de los designios de Jessica, esas palabras que lo encumbran como el salvador.
Si la historia siguiera el viaje del héroe clásico, lo siguiente sería obvio: Paul no tendría que recurrir a las maquinaciones de la falsa profecía, del fanatismo religioso. Paul prevalecería contra los Harkonnen y el emperador, ayudando a liberar a los fremen de la opresión.
O, si fuera la historia de un héroe caído como Anakin, lo siguiente también sería obvio: Paul buscaría con avaricia más poder, concretar su venganza sin importarle los demás, mintiéndose a sí mismo de que lo que hace es lo correcto.
Pero Dune es una tragedia y el futuro de Paul está escrito en piedra desde antes que naciera. Lo peor que le pudo haber pasado fue llegar a Arrakis y hacer contacto con su pueblo.
Morir en el desierto era la única opción para librarse de su destino.
Aún cuando intenta evitar el camino que lo llevará a posicionarse como el Lisan Al Gaib, no lo logra. “El mundo eligió por nosotros”, le dice Chani en la película luego del ataque en el norte. Y Paul lo sabe: sus predicciones son insuficientes. Bajo el temor y la incertidumbre, el peligro que representan los Harkonnen y la escalada bélica, decide que es necesaria la visión de los miles de futuros a los que no tiene acceso sin ser el Kwisatz Haderach. Si quiere salvar a quienes ha jurado proteger tiene que hacer lo que es debido.
Una vez bebe del veneno de gusano, las cartas están tiradas. Ha visto el futuro, todas las posibilidades. Vencer a sus enemigos solo es posible en un “estrecho camino” donde se convierta en el mesías, unifique a los fremen bajo la religión y utilice a los millones de fundamentalistas. ¿Creía Paul en ese punto que la guerra todavía podía evitarse? ¿Qué podría controlar el furioso fanatismo alrededor de su figura?
Una parte de él sí. Pero Dune es una tragedia, eso nunca fue posible.
En el libro, cuando va a iniciar su pelea a muerte con Feyd-Rautha, Paul se da cuenta de lo inútil que es siquiera tratar de frenar lo que está escrito: “(…) Comprendió la futilidad de sus esfuerzos por modificar siquiera el más pequeño fragmento de todo aquello. Había pensado poder oponerse él solo a la jihad, pero la jihad seguiría existiendo. Incluso sin él, sus legiones se esparcirían furiosamente fuera de Arrakis. Necesitaban sólo una leyenda, y él se la había dado (…) Un sentimiento de fracaso le invadió”, (p. 625).
Más aún, Paul entiende que “si yo muero aquí, dirán que me he sacrificado para que mi espíritu los guíe. Y si vivo, dirán que nada puede oponerse a Muad’Dib”, (p. 625).
En la película, la actuación de Timothée Chalamet, llena de pequeños y fantásticos subtextos, deja clara su resignación ante lo que se avecina una vez que las Grandes Casas rechazan su ascendencia al trono. “Guíenlos al paraíso”, le indica a Stilgar como señal de ataque, una frase sin connotación triunfal. Es un fracaso pues, incluso ese, el único futuro posible de supervivencia que encontró, está acompañado de dolor y horror.
¿Podría haberse evitado el genocidio masivo de la jihad? Una vez que Paul mata a Jamis los dados están tirados y nada de lo que pudiera hacer cambiaría el curso de ese futuro.
En la primera película se explica de manera excelente en el final: Paul derrota a Jamis sin encestar el golpe de gracia, ha visto los futuros donde muere y donde vive, pero una vez lo apuñala su conversión en el Kwisatz Haderach está sellada. Después, Jessica argumenta que deben abandonar Arrakis, pero Paul se opone, creyendo todavía que puede ser el amo de su destino y traer justicia. Así se lo dice a Stilgar: “El emperador nos envió a este lugar. Y mi padre vino no por especia, no por las riquezas, sino que por la fuerza de tu gente. Mi camino me lleva al desierto. Puedo verlo”.
Por supuesto que nosotros, quienes sabemos lo que ocurrirá con su camino, sabemos realmente cuán cierto es eso de que lo guía al desierto.
En Mesías de Dune, la guerra que se ha iniciado en su nombre Paul la intenta controlar. Aquellos billones de vidas perdidas y mundos destruidos son efectos colaterales aún menores de lo que podrían haber sido en otro futuro. Paul lo sabe, lo ha visto. La tragedia de Paul se encuentra en el encierro dentro de su presencia. Al inicio de ese libro, y tras el recuerdo de una de las visiones en su infancia, Paul sospecha haber sucumbido al espejismo del oráculo:
“En aquel momento, toda su vida era como una rama vibrando tras la partida de un pájaro… y aquel pájaro era la oportunidad. El libre albedrío.
Y sintió que sucumbiendo a su espejismo se había fijado a una sola línea de su vida. ¿Era posible, se preguntó, que el oráculo no dijera el futuro? ¿Era posible que el oráculo hiciera el futuro? ¿Había expuesto él su vida en algún tipo de tela de araña de posibilidades, atrapado en aquella antigua consciencia, víctima de un futuro-araña que ahora avanzaba hacia él haciendo chasquear sus terribles mandíbulas?” (Mesías de Dune, p. 32).
Dune es una deconstrucción, sí, pero no de algo simple que puede leerse entre buenos y malos. No intenta contar una historia desde la perspectiva del villano como Death Note, o la transformación de un héroe a villano como Anakin. Dune abre la discusión sobre qué pasaría si existiera un ser con todo el conocimiento del pasado y del futuro, una figura mítica a la que millones le rindieran pleitesía ¿Qué tipo de acciones desencadenaría ese fanatismo? ¿Qué clase de falencias humanas podrían potenciarse en alguien de tal poder por más que quisiera hacer lo correcto?
Los dilemas morales que conviven en esas preguntas, las consecuencias para bien y mal, son retratadas en las novelas y es que en Dune las ambigüedades morales existen por doquier: ¿está bien el camino hacia la guerra santa frente a la opresión de los Harkonnen? ¿Qué otras posibilidades existían para detener el fanatismo de los fremen? O peor ¿Qué tan necesaria es la Senda de Oro que se presenta en el cuarto libro, Dios Emperador de Dune? ¿Qué tan preferible es la dominación frente al estancamiento? Después de todo, es Leto II, el hijo de Paul, quien salva a la humanidad de su extinción mediante una tiranía horrible, un azotamiento religioso, político y militar que se extiende por más de 3500 años, algo mucho peor que la yihad iniciada por su padre.
Se trata del mismo destino que una vez Paul rechazó. ¿Por cobardía? ¿Incapaz de perderse a sí mismo en los sacrificios físicos y psicológicos? ¿Incapaz de doblegar a los suyos de manera consciente? Dejando aquel terrible destino como responsabilidad a su hijo. Y Paul lo sabe, se lamenta por Leto II quien con los ojos abiertos, tan abiertos, abrazó la transformación y tiranía de la Senda de Oro.
Así ocurre en uno de sus diálogos hacia el final del tercer libro, Hijos de Dune (p. 291):
“Paul enterró el rostro entre sus manos. Sus hombros se estremecieron por un instante; luego apartó sus manos, y su boca se había convertido en una línea dura.
—He aquí una maldición sobre nuestra Casa. He rogado para que tú arrojaras ese anillo a la arena, para que renegaras de mí y te apartaras para iniciar… otra vida. Era allí donde te esperaba.
—¿A qué precio?
Tras un largo silencio, Paul dijo:
—El fin determina el camino que conduce hasta él. Sólo una vez dejé de luchar por mis principios. Tan sólo una vez. Acepté el mahdinato. Lo hice por Chani, pero esto hizo de mí un mal líder.
Leto descubrió que no podía responder a eso. El recuerdo de aquella decisión estaba dentro de él.
—No puedo mentirte más de lo que pueda mentirme a mí mismo —dijo Paul—. Lo sé. Cada hombre debería tener un auditor así. Tan sólo te preguntaré una cosa: ¿Es necesario el Huracán en los Límites del Universo?
—Es esto, o la extinción de la humanidad.
Paul captó la veracidad en las palabras de Leto, y habló en voz baja, reconociendo la mayor amplitud de la visión de su hijo.
(…)
Pero Paul tan sólo consiguió agitar la cabeza, sabiendo que no podría hallar confort en aquella ni en ninguna otra noche. Muad’Dib, el Héroe, debía ser destruido. Lo había dicho él mismo (…)”.
Paul es víctima y creador de su encierro. Es víctima de las Bene Gesserit, de los Harkonnen, incluso de los fremen. Pero sobre todo de sí mismo, de su poder, de su humanidad. Sus planes se deshacen como arena entre sus dedos hasta perderlo todo: su vista, a Chani, su familia. Ni morir en el desierto logró sin fallar.
La caída de Anakin de héroe a villano está clara —quizás no es la mejor contada, pero sí se entiende—: una vez mata a Mace Windu debe reconfigurar el paradigma de su vida, aceptar convertirse en Darth Vader, liderar una masacre de inocentes y un genocidio. La posesividad y el egoísmo, su ego, son las emociones que empujan a Anakin a asumir su rol como Darth Vader.
“Los Jedi creen que no debes aferrarte a las cosas, que debes dejar que pasen a través de ti, y que si puedes controlar tu codicia, puedes resolver conflictos no solo en ti mismo sino también en el mundo que te rodea, porque aceptas el curso natural de las cosas. La incapacidad de Anakin para seguir esta pauta básica está en el núcleo de su giro hacia el lado oscuro”, explica George Lucas en una entrevista.
Anakin entiende que sus acciones son incorrectas, pero no puede arrepentirse, solo le queda decirse a sí mismo que los jedis son malvados hasta creer su mentira. “Ha retorcido cada hecho para adaptarlo a su propia lógica para hacer que parezca que está bien, pero en el proceso de mentirle a ella (Padmé) en realidad se está mintiendo a sí mismo y racionalizando su comportamiento. Porque sabe que está mal, pero no lo admitirá (…) está demasiado perdido, que podría matar a un montón de niños… y luego ir y racionalizarlo ante ella como si solo estuviera haciendo su trabajo”, dice Lucas en el comentario de audio del Episodio III durante la escena de la visita de Anakin a Padmé luego de convertirse en un sith.
En el caso de Paul, son su intención de venganza, su altruismo; su deseo de proteger; su ingenuidad; y el encierro en sus visiones; los que desatan las horrorosas consecuencias que tendrá su inevitable ascenso. La personificación de que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.
Cuando acepta su lugar con los fremen, luchar como uno más entre ellos, guarda su anillo, su legado ducal. El deseo de venganza por el deseo de justicia. Una vez se eleva como el Lisan Al Gaib, Paul vuelve a colocarse la argolla, llamándose a sí mismo el heredero de Arrakis y escribiendo con sangre la cruzada que se levantará en nombre de su padre, sea o no con él. Es ya una figura mítica. Y actuará no como un Atreides, como el hombre gobernado por su corazón como su padre, sino que como un Harkonnen, haciendo lo que sea necesario para sobrevivir.
Si Anakin se miente con el argumento de que ha elegido el camino correcto para no tener que enfrentarse a sus errores, volviéndose un horrible monstruo por su cobardía, Paul es consciente de que la senda que tomó solo traerá muerte, pero conocer cada posible futuro lo enjaula en la pesadilla de saber que aquel sendero es el mal menor.
En su arco argumental no existe un momento que se compare con la muerte de Mace Windu para Anakin, quien es el ejecutor de su propia caída debido a su arrogancia. El Agua de la Vida, ese clímax, no convierte en villano a Paul. Su metamorfosis es previa a esa acción, se encuentra en el momento en que por amor acepta que, bajo el escenario de la amenaza Harkonnen en el norte y el concilio de fundamentalistas en el sur, necesitará de la visión si quiere que los fremen sobrevivan —en el libro, aún más, la muerte de su primer hijo cataliza la decisión—. Con esa elección su camino está comprometido y pronto se encontrará enjaulado por sus visiones en la inevitabilidad.
En Mesías se explica así: “Desde el momento en que el Jihad lo eligiera a él, se sintió cercado por las fuerzas de la multitud. Sus propósitos fijados exigían y controlaban su curso. ¡Podía verla! Cualquier ilusión de Libre Albedrío que alimentara, prisionero en su jaula personal, no era más que eso, una ilusión. Su maldición residía en el hecho de que él podía ver la jaula. ¡Podía verla!” (p. 127).
Anakin Skywalker experimenta su redención al decidir salvar a su hijo porque el amor egoísta y posesivo que una vez sintió y que lo llevó a condenar a la galaxia, ha cambiado: ahora es un sentimiento altruista, un sacrificio. Dune es una tragedia, no una historia de nuevas esperanzas. Para Paul Atreides, una vez iniciada la guerra santa no hay retorno, su infructuoso esfuerzo por salvar a los fremen termina condenándolos a no ser más que un recuerdo olvidado; sus buenas intenciones son los cimientos en los que se levanta el horror. Solo existe el sonido de las olas que se escuchan una vez el emperador es vencido, de las almas que se perderán en su nombre. No hay nada que pueda hacer.
“Hay problemas en este universo para los cuales no hay respuestas. Nada. No puede hacerse nada”, dice en su última aparición en Mesías de Dune, antes de irse al desierto, cuando siente disolverse los lazos que lo unen a su visión: “Su mente se encogió, abrumada por infinitas posibilidades. Su última visión se perdió como el viento, que sopla hacia donde quiere” (p. 173).
Pensamiento crítico en retroceso
El gatekeeping es una práctica lamentable y muy recurrente entre los ñoños. Pero por dios que la entiendo estos días. Creo que la supremacía de Marvel en el cine blockbuster con sus historias simples y la falta de desarrollo en sus personajes; el auge de la censura a lo problemático; y la visión binaria de la moralidad exigida al arte; han limitado los análisis que pueden hacerse a una pieza artística.
Tras ver la primera parte de Dune, recuerdo decirle a mis amigos que no conocían el material original que con Paul se venía un viaje terrible. Recuerdo también que uno de mis temores, considerando lo mal que me cae Paul —o me caía, puede que Timothée de verdad haya cambiado esto, sí es así, se merece el Oscar 2025—, era que se le interpretara como un típico héroe o que se llenara de apologistas como los que tiene Anakin Skywalker.
¿Cómo iba a creer que sería todo lo contrario? Que la perturbante simplificación de las complejidades temáticas que existen en una obra llena de dilemas éticos empujarían a que la audiencia lo calificara con facilidad dentro del patrón binario de malo, como si se tratara de otra más de las historias sobre alguien pasándose al Lado Oscuro.
Se me hace lamentable que la discusión sobre moralidad y ética que genera la obra original y que crece con cada uno de los libros —alcanzando el pináculo, a mi juicio, con Dios Emperador de Dune—, se reduzca a un análisis vergonzosamente básico que apunta a Paul como un mero villano, una especie de axioma limitante que cierra puertas a discusiones sobre complejidades éticas y humanas. Más cuando la película dirigida por Denis Villeneuve, si bien no alcanza el rigor de la novela, sí ofrece un universo lleno de matices.
¿A qué se debe esta necesidad de que el arte entregue respuestas morales y qué indique abiertamente que algo o alguien está mal? ¿Desde cuándo necesitamos que una pieza artística nos revele el sendero ético? ¿Por qué le estamos pidiendo que sean manuales de catequesis? No le estamos pidiendo al arte que se comporte como nosotros queremos, no somos fremen buscando su mesías.
Herbert plantea dudas y una deliciosa narrativa que no puede juzgarse en términos dicotómicos de bien y mal. Las acciones de los Atreides, de Paul y Leto II, no pueden mirarse y analizarse bajo el prisma de héroe y villano, no son tan simples y sería bastante deprimente si así lo fuera: un retroceso no solo en pensamiento crítico sino que una limitante a futuras obras artísticas que deberán convivir con la exigencia de contener un mensaje explicado con peras y manzanas sobre su postura moral. Nada de ambigüedades, ahora queremos un disclaimer al inicio de cada película que diga quienes son los buenos y los malos, no queremos confusión…
Para finalizar, dejo a la gran Ursula K. Le Guin —a quien ya mencionaba en mi ensayo sobre El Señor De Los Anillos de hace unos meses— y un extracto de su discurso “Algunas suposiciones sobre la fantasía”: “Las personas inmaduras anhelan y exigen certeza moral: Esto es malo, esto es bueno. Los niños y adolescentes luchan por encontrar un punto de apoyo moral seguro en este mundo desconcertante; anhelan sentir que están en el lado ganador, o al menos ser miembros del equipo. Para ellos, la fantasía heroica puede ofrecer una visión de claridad moral. Desafortunadamente, la pretendida Batalla entre (no cuestionado) Bien y (no examinado) Mal oscurece en lugar de aclarar, sirviendo como mera excusa para la violencia, tan carente de cerebro, inútil y vil como la guerra agresiva en el mundo real”.