Por: Pablo “Alga” Rojas
El 8 de marzo en Japón se dio a conocer la lamentable noticia. Siete días antes y de un hematoma subdural agudo, fallecía Akira Toriyama a los 68 años. La noticia se viralizó de inmediato. En Chile pegó fuerte, y era obvio. El mangaka fue responsable de crear no solo una de las obras más influyentes de la industria, sino que también el producto cultural que introdujo a gran parte de la población occidental a algo llamado animé: Dragon Ball (1984).
No quiero aburrir con un artículo sobre el impacto que tuvo esta franquicia de forma académica, porque no lo encontraría honesto. Tampoco será una de esas clásicas columnas con cifras o algo parecido. Quiero contar cómo viví ese fenómeno porque, de alguna forma, la obra de Akira Toriyama marcó no solo mi infancia, sino la de gran parte de Latinoamérica y el mundo.
Creo que fue en 1996 donde escuché por primera vez sobre una serie que todos estaban viendo en Megavisión (canal televisivo ahora conocido como MEGA) a la salida del colegio. Al principio no le tomé mucha importancia hasta que un día lo sintonicé por accidente. Todavía recuerdo en qué parte iba: Era el arco de la Torre Músculo, cuando Gokú debía escalar por una estructura instaurada por la Red Ribbon (Patrulla Roja) para rescatar al líder de una aldea a la que había llegado recientemente.
De ahí en adelante la serie me atrapó. Así comenzó mi cariño por esta franquicia que mis padres jamás vieron como algo satánico, lo que estaba muy de moda en los adultos conservadores respecto a cualquier cosa que ellos hallaran ligeramente violenta. Recuerdo los rompecabezas que me spoilearon a unos guerreros rubios, una polera con el elenco de la saga del 23° Torneo de Artes Marciales (aka Piccolo Jr.), y los cartoncitos que vendían afuera de mi colegio.
Ustedes hablaban del país, nosotros del Súper Saiyajin
Pero si hablamos de hitos que nos marcaron como niños, diría que son dos. La saga de los Saiyajin, que introducía la parte del anime denominada Dragon Ball Z (Toei Animation, 1989) es la primera que se me ocurre. No solo nos cambiaba el tono de la serie, más de lo que ya había logrado el arco de Piccolo Daimaku, sino que también nos mostraban a esos personajes con los que íbamos creciendo morir uno a uno. Incluso las esferas del dragón desaparecen en este arco, así de brutal. Y todo coronado con una de las peleas más emocionantes de la franquicia que hasta hoy recordamos: Goku vs. Vegeta.
Sin embargo, el hito más importante fue la transformación de Goku en Super Saiyajin, cerca del final de la saga de Freezer (la que para mí sigue siendo la mejor de toda la franquicia y uno de los arcos más destacados en la historia del manga). Aparecía ese guerrero rubio que salía en mi rompecabezas.
Eso fue tema país para unos niños de siete años. Mientras todos hablaban de economía, política, nosotros éramos felices conversando sobre ese gran momento, denominándolo como uno de los mejores en nuestras vidas. Nada podía superarlo.
Ahí caímos todos. La obra de Akira Toriyama nos conquistó. Pero a la vez nos obligaba a enfrentar esa censura extraña en Chile. No sé cuántas veces nos vimos forzados a esperar meses para ver la serie completa una vez más porque los capítulos llegaban hasta el momento en que Cell lograba absorber al Androide 18 y se preparaba para su round 2 contra Vegeta y luego se reiniciaba la historia (te odio tanto Megavisión).
Éramos todos felices…
De ahí no paró más. No saben cuánto me envicié con el juego Dragon Ball Z Super Butoden 2 (1993) de Super Nintendo, ni las veces que ponía el CD pirata de Dragon Ball: Final Bout (1997) de Playstation solo para ver el opening (y eso que Dragon Ball GT aún no llegaba a Chile), aunque el juego fuera pésimo. A inicios de los 2000, esa franquicia era lo máximo. Muchos de mis amigos artistas comenzaron a dibujar basándose en el estilo de Toriyama.
De verdad, éramos todos felices. Gente que tenía preocupaciones horribles se sujetaban a Dragon Ball como esa serie que los salvó de una infancia triste, llena de problemas, lo veíamos todos como una forma de escapar de la realidad, la cual se volvía cada vez más inestable.
Salíamos al patio del recreo, inventando niveles ridículos de Super Saiyajin, fusionando poderes, haciendo la pose del Kamehameha, o gritando el nombre de las técnicas en japonés como en los juegos (esa pronunciación de FINISHIPATÁ para el Finish Buster de Trunks era un clásico en nuestros momentos infantiles).
Si bien Dragon Ball nos introdujo a animés mejores, muchos de los cuales fueron influenciados por la obra de Toriyama, este seguía en nuestro puesto de series favoritas. Las peleas fueron memorables (Piccolo vs el Androide 17 sigue siendo parte de mi top 5 de combates). Esos dibujos animados ayudaron a vivir una infancia más feliz.
El cielo resplandece a mi alrededor
Cuando anunciaron la muerte de Akira Toriyama recordé ese Chile que me parecía lindo en mis ojos de cabro chico. Donde el Kiwi (en ese tiempo presentador de Megavisión) hacía concursar a jóvenes para cantar la versión japonesa de ‘Bokutachi wa Tenshi Datta’ (o ‘Ángeles fuimos’, 1993), también recordé los álbumes de la serie que tenía la compañía Salo, los videojuegos, los cartoncitos, los libros para pintar, incluso ese casete con la música de la serie cantada por Álvaro Véliz que tenía traducciones bastante cuestionables.
Con mis amigos recordamos esos momentos y los atesoramos porque de alguna forma nos hizo olvidar que el mundo real es muy duro. La serie nos enseñaba a no rendirnos y a esforzarnos de forma bastante entretenida, a pesar que alguna vecina siguiera pensando que Goku era Satanás queriendo mi alma.
Y no solo nos entretenía Toriyama con Dragon Ball, tiempo después en Chile llegó Dr. Slump (1980), las aventuras de Aralé en la Aldea Pingüino que nos hacía reír con su humor absurdo.
Se fue el maestro, pero el cielo resplandece a nuestro alrededor. Y eso porque su legado sigue vivo y su regalo al mundo nos alegró y mostró un mundo con obras interesantes que querían ser descubiertas en este lado del charco; nos hizo los recreos más duraderos (y a veces dolorosos, esos golpes dolían como no tienen idea) y la vida algo más simple de lo que es hoy.
Quiero citar un momento de la serie que todavía me pone la piel de gallina. Gohan y Cell mantienen un choque de Kamehameha que este último está por ganar hasta que es distraído por Vegeta. Goku, desde el Otro Mundo, guía a su hijo para aprovechar el momento. Gohan gana, pero va caminando lentamente hacia Cell mientras la técnica va desintegrando al malvado bioandroide. La música, la dirección, todo en esa escena es cine. Quería mencionarla solo para contar mi momento favorito de todo Dragon Ball.
Gracias Akira Toriyama, desde el fondo de mi alma te agradezco por alegrarnos esos días grises. Y como bien dice el final de la no canónica Dragon Ball GT: “Tu viaje ha llegado a su fin”… Pero no así lo que nos dejaste.